Nota previa.
He escrito en varias
ocasiones en este blog y también en el de Cristianisme i Justícia sobre
las aportaciones del Papa Francisco en relación con los temas de interés social
en general, y del mundo del trabajo más en particular, desde la publicación en
2015 de la Encíclica Laudatio SI
Su última
intervención, en el encuentro de los movimientos populares que tuvo lugar el 16
de octubre, me ha animado a reordenar dichos artículos y seleccionar aquellos
contenidos de las intervenciones del Papa que he considerado de mayor interés y
trascendencia, agrupadas todas ellas bajo el título de la presente entrada, con
el que quiero dejar bien claro que Francisco habla alto y bien claro, y no se
calla al denunciar las injusticias existentes.
Que siga es la
misma línea, estoy seguro que es el deseo de quienes apostamos por una sociedad
mucho más justa y solidaria de la que tenemos en la actualidad.
1. Sobre la encíclicaLaudatio SI. Desde luego, no concitará precisamente
simpatías la Encíclica entre un sector del mundo político y económico por
afirmar con rotundidad algo que es suficientemente conocido por muchas personas
porque lo han sufrido en sus propias carnes: “…necesitamos imperiosamente que
la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de
la vida, especialmente de la vida humana. La salvación de los bancos a toda
costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de
revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las
finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de
una larga, costosa y aparente curación. La crisis financiera de 2007-2008 era
la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios
éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de
la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los
criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo…”. Y menos simpatías tendrá el
Papa con su afirmación de que “… una vez más, conviene evitar una concepción
mágica del mercado, que tiende a pensar que los problemas se resuelven sólo con
el crecimiento de los beneficios de las empresas o de los individuos”.
Destaco de la
encíclica aquellos contenidos que me parecen más relacionados con el mundo del
trabajo y la problemática de la exclusión social, habiendo dedicado al primero
un apartado específico que lleva por título “Necesidad de preservar el
trabajo”. No extrañará a quienes trabajan con personas desfavorecidas,
excluidas, pero quizás sí a quienes no conozcan esa realidad, que el Papa
advierta de la falta de conciencia que suele haber sobre los problemas que
afectan a dichas personas, para quienes las propuestas de actuación quedan
relegadas a los últimos lugares, debido en parte “a que muchos profesionales,
formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados
lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con los
problemas”.
Cabría pensar, al
hilo de las reflexiones del Papa Francisco, cómo y qué decisiones toman los
máximos responsables de las organizaciones internacionales económicas y cuáles
son los intereses que defienden ¿verdad? Y en esta misma línea de reflexión
general y de afirmación clara de las injustas diferencias que hay entre los
seres humanos (como laboralista me viene a la mente ahora el marco jurídico de
la relación contractual laboral y la situación de desigualdad entre las partes,
legitimada jurídicamente por el contrato de trabajo) conviene destacar esta
manifestación recogida en el apartado 90: “…deberían exasperarnos las enormes
inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se
consideren más dignos que otros. Dejamos de advertir que algunos se arrastran
en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mientras
otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una
supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería
imposible generalizar sin destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la
práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con
mayores derechos”.
Como he indicado
con anterioridad, hay una parte de la encíclica dedicada específicamente al
mundo del trabajo, con el título “Necesidad de preservar el trabajo” (124-130),
en la que parte del valor del trabajo desarrollado por Juan Pablo II en la
Laborem Exercens de 1981, así como también a la Caritas in Veritate de
Benedicto XVI en 2009. En la primera encíclica, Juan Pablo II defendió a los sindicatos
para la defensa de los intereses profesionales "como un elemento
indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas
industrializadas...".. Pero los sindicatos no asumían, según el Papa, un
papel de lucha de clases, ya que "... no es una lucha contra los demás, es
una lucha por la justicia social..., por el bien que corresponde a las
necesidades y a los méritos de los hombres del trabajo asociados por
profesiones". Límites a la actuación sindical serían las limitaciones que
imponga la situación general del país (no al corporativismo ni al egoísmo de
clase). Juan Pablo II se declaraba partidario de la plena autonomía del
sindicato con respecto a los partidos políticos (muy probablemente pensando en
la situación política y social que vivía su país en dicho año), a fin de que el
mismo "no se convierta en un instrumento para otras finalidades".
Me interesa
destacar de las aportaciones de la Laudatio SI el concepto amplio de trabajo
que utiliza, coherente a mi parecer con las nuevas realidades del mundo
laboral, planteándose la “correcta concepción del trabajo” y manifestando que
no debemos hablar sólo del trabajo manual o del trabajo con la tierra, “sino de
cualquier actividad que implique alguna transformación de lo existente, desde
la elaboración de un informe social hasta el diseño de un desarrollo
tecnológico”, concluyendo que “cualquier forma de trabajo tiene detrás una idea sobre la
relación que el ser humano puede o debe establecer con lo otro de sí”, y
afirmando más adelante que “la diversificación productiva da amplísimas
posibilidades a la inteligencia humana para crear e innovar, a la vez que
protege el ambiente y crea más fuentes
de trabajo”.
Y ahora, parémonos
a pensar en los debates actuales sobre las relaciones de trabajo y la necesidad
de poder manifestar en ellas todos los valores que tiene una persona, en muchas
ocasiones tapados, oscurecidos o simplemente inexistentes por el ejercicio
desmesurado, y poco productivo, del poder de dirección empresarial; porque, si
no supiéramos quien realiza las manifestaciones que recojo a continuación, bien
pudiéramos pensar que estábamos, al menos en parte, ante palabras de un
director inteligente y responsable de recursos humanos: “El trabajo debería ser
el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego muchas
dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo
de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una
actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá
de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad
económica, es necesario que «se siga buscando como prioridad el objetivo del
acceso al trabajo por parte de todos”.
En esta búsqueda
del empleo digno para tener una vida digna (¿a que éstos términos les suenan
mucho de documentos de la Organización Internacional del Trabajo? el Papa
Francisco alerta sobre un mal uso del cambio tecnológico que sólo se concrete
en la reducción de costes de producción y de personas empleadas reemplazadas
por máquinas, llamando su atención (que creo que es coincidente con la de todas
las instituciones y organismos internacionales que abordan los efectos de la
tecnología sobre el mundo del trabajo) sobre la necesidad de tener en
consideración, ante cualquier decisión que se adopte al respecto, el coste
humano que puede tener (y aunque no lo diga expresamente estoy seguro de que
cabe añadir que es necesario plantearse qué medidas sociales adoptar para
evitar tales costes), alertando de que “dejar de invertir en las personas para
obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad”.
Bien que pensando
básicamente en el mundo agrícola, la reflexión de la encíclica sobre la
“necesidad imperiosa” de promoción de una economía que “favorezca la diversidad
productiva y la creatividad empresarial…. para que siga siendo posible dar
empleo…” me parece plenamente válida para la potenciación de modelos
empresariales colaborativos y solidarios, de fomento de la economía social,
un modelo de empresa que sin desconocer
la realidad económica y social en la que debe operar permita desarrollar al
máximo el potencial de todas las personas que forman parte de la misma, con
especial atención a las pequeñas y medianas empresas que son la gran mayoría
del tejido productivo empresarial y no solamente, ni mucho menos, en los países
en desarrollo, ya que “una libertad económica sólo declamada, pero donde las
condiciones reales impiden que muchos puedan acceder realmente a ella, y donde
se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio
que deshonra a la política”.
Una especial
atención obviamente dedica la encíclica a la problemática de la concentración
de tierras productivas en manos de pocas empresas y la pérdida que ello ha
supuesto para un número importante de pequeños productores, bastante de los
cuales, por no disponer de otras fuentes de ingresos, “se convierten en
trabajadores precarios, y muchos empleados rurales terminan migrando a
miserables asentamientos de las ciudades”.
Por último,
cualquier política laboral y social, cualquier política de empleo que se ponga
en marcha, debería tomar en consideración el principio del bien común, el
respeto a la persona humana y su desarrollo integral, y obsérvese como esta
reflexión de alcance social general contenida en la encíclica es perfectamente
extrapolable a las políticas de empleo y de protección social : “En las
condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas inequidades y
cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos
básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e
ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción
preferencial por los más pobres”.
2. El Papa
Francisco habló claro en la reunión de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada el 24 de marzo de 2017 en Roma con ocasión de la conmemoración del sesenta
aniversario de la firma del Tratado de la Comunidad Económica Europea.
¿Y qué dijo el Papa que pueda tener interés
para el futuro de la Unión Europea, para más de 508 millones habitantes en la
Europa de (entonces) 28 Estados? Selecciono algunas de sus frases más
significativas, sobre las que todas las personas interesadas en una Europa
social deberíamos reflexionar, a la par que actuar para que ello sea posible.
“Volver a Roma
sesenta años más tarde no puede ser sólo un viaje al pasado, sino más bien el
deseo de redescubrir la memoria viva de ese evento para comprender su
importancia en el presente”. Me pregunto
si quienes ya somos personas de edad avanzada -en terminología de la
Organización Internacional del Trabajo (55- 64 años)-, y aquellos que aún son
mayores, hemos (han) sabido explicar a las jóvenes generaciones de europeos el
valor de la cultura de la paz, ya que en 1957 sólo habían pasado doce años
desde el final de una conflagración bélica que enfrentó a los países que el 25
de marzo de ese año firmaban el Tratado de Roma.
“A pesar de todo,
el término «crisis» no tiene por sí mismo una connotación negativa. No se
refiere solamente a un mal momento que hay que superar. La palabra crisis tiene
su origen en el verbo griego crino (κρίνω), que significa investigar, valorar,
juzgar. Por esto, nuestro tiempo es un tiempo de discernimiento, que nos invita
a valorar lo esencial y a construir sobre ello; es, por lo tanto, un tiempo de
desafíos y de oportunidades”. Me pregunto qué estamos haciendo para dar ese
valor solicitado por el Papa y construir un mundo mejor en el que se encuentren
cómodos y bien representados un muy amplio número de personas que viven en
nuestro planeta y no sólo una minoría acaudalada. ¿Estamos respondiendo a las
expectativas, a los deseos, a las necesidades, de gran parte de dicha
población?
La Comunidad
Económica Europea se construyó sobre unos determinados valores, “la centralidad
del hombre, una solidaridad eficaz, la apertura al mundo, la búsqueda de la paz
y el desarrollo, la apertura al futuro”. Me pregunto si siguen hoy vigentes,
respuesta muy fácil si ha de ser teórica, sí, pero mucho más compleja cuando
bajamos a su concreción práctica, donde en especial la palabra solidaridad está
siendo cada vez más dejada de lado. ¿Seremos capaces de recuperarla, de
reconstruirla?
“La Unión Europea
nace como unidad de las diferencias y unidad en las diferencias”. En efecto,
los ciudadanos de los (todavía) 28 Estados de la UE somos diferentes en lenguas
y culturas, pero debería unirnos el interés por una sociedad mejor para toda la
ciudadanía. Parece una utopía en la actualidad ¿no les parece?, pero ¿quién no
recuerda que las utopías de hoy pueden ser la realidad del mañana? ¿No era
utópica en su momento la reivindicación de las ocho horas diarias de trabajo, o
la prohibición del trabajo de los menores?
Pero, además,
Europa no puede ni debe cerrarse al mundo exterior, pensando que sólo su
espacio territorial es seguro (¿?) frente a amenazas externas. Ya hemos visto
que ello no es posible, y tampoco deseable por el crisol de lenguas, culturas,
religiones, que hay en nuestro territorio. Por ello, cobra pleno sentido la
afirmación del Papa Francisco, recordando aquello que se recogió en el texto
del Tratado de Roma, que “Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se
encierra en el miedo de las falsas seguridades. Por el contrario, su historia
está fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su
identidad «es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural.
¿Tiene ideales
Europa? Sí, al menos en sus documentos fundacionales y en los tratados que se
han ido aprobando desde su creación, pero ¿han decaído frente al “imperialismo
económico”, que subordina toda política social al cumplimiento de determinados
criterios y reglas macroeconómicas, que permiten hablar de la mejora global de
la situación económica, aunque ello implique dejar en la cuneta a una parte
importante de la población? Es reconfortante leer en un discurso institucional
referencias a una realidad concreta que no aparece en la mayor parte de las
ocasiones en los discursos de los Jefes de Estado y de Gobierno: “«El
desarrollo es el nuevo nombre de la paz», afirmaba Pablo VI, puesto que no
existe verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la
miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario
digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde abunda la droga
y la violencia”.
3. Llegó la
reunión anual del Foro de Davos, en enero de 2018, la reunión en la que se encuentra el poder político y el poder económico (si es
que puede establecerse una diferencia entre ambos, ciertamente ficticia en
muchos países) y en la que cada año se debate y discute sobre la realidad
mundial y en la que se fijan, sin ningún tipo de formalismo jurídico pero sí con
un alto grado de efectividad por la importancia de quienes participan en la
reunión, las líneas de trabajo de los próximos meses (o años), y en donde en
ocasiones la presencia de potentes ONGs y del sindicalismo europeo e
internacional contribuye, modestamente, a que se tomen en consideración los
problemas del cada vez más diversificado mundo del trabajo.
A dicha reunión
del Foro Económico Mundial se dirigió, esta vez no físicamente sino a través de
un mensaje enviado a su presidente, el profesor Klaus Schwab, atendiendo la
invitación formulada para aportar “la perspectiva de la Iglesia Católica y de
la Santa Sede en la reunión en Davos”.
Porque, tras el
obligado saludo de cortesía a la invitación formulada, y no la menos educada
manifestación de la oportunidad del tema elegido para la reunión, el Papa entra
ya directo y manifiesta su confianza en que los debates ayudarán a “orientar
sus deliberaciones en la búsqueda de mejores bases para construir sociedades
inclusivas, justas y solidarias, capaces de restaurar la dignidad de aquellos
que viven con gran incertidumbre y que no pueden soñar con un mundo mejor”.
Y ¿por qué es
necesario que se encaminen por esa vía? Porque, “a nivel de gobernanza global,
somos cada vez más conscientes de que existe una creciente fragmentación entre
los Estados y las instituciones. Están surgiendo nuevos actores, así como una
nueva competencia económica y acuerdos comerciales regionales. Las nuevas
tecnologías están transformando los modelos económicos y el mundo globalizado,
de tal forma que, condicionadas por intereses privados y una ambición de lucro
a toda costa, parecen favorecer una mayor fragmentación e individualismo, en
lugar de facilitar enfoques que sean más inclusivos”. Y sigue sin cortarse un
pelo el papa Francisco cuando afirma que “la inestabilidad financiera ha traído
nuevos problemas y serios desafíos que los gobiernos deben enfrentar, como el
aumento del desempleo y de la pobreza, la ampliación de la brecha
socioeconómica y las nuevas formas de esclavitud, a menudo enraizadas en
situaciones de conflicto, migración y diversos problemas sociales. Junto a
ello, encontramos ciertos estilos de vida bastante egoístas, marcados por una
opulencia que ya no es sostenible y con frecuencia indiferentes al mundo que
nos rodea, y especialmente a los más pobres entre los pobres”.
En fin, tras poner
las cartas sobre la mesa, reafirma una vez más la tesis defendida en anteriores
escritos y documentos de que “los modelos económicos también deben observar una
ética del desarrollo sostenible e integral, basada en los valores que colocan
al ser humano a la persona y sus derechos en el centro”, y que “no podemos
permanecer en silencio frente al sufrimiento de millones de personas, ni
podemos seguir avanzando como si la propagación de la pobreza y la injusticia
no tuvieran ninguna causa. Es un imperativo moral, una responsabilidad que
involucra a todos, crear las condiciones adecuadas para permitir que todas las
personas vivan de manera digna”.
4. De especial
importancia es la Encíclica Fratelli Tutti (sobre la fraternidad y la justiciasocial), firmada por el Papa el 4 de octubre de 2020.
Toda la Encíclica
es social, ya que se preocupa por los problemas reales y no virtuales, de
nuestras sociedades, si bien en algunos momentos se acerca mucho más a
cuestiones presentes en el día a día y que nos marcan como personas, y desde
luego que con especial atención a quienes somos creyentes. Son de dichas
cuestiones de las que me ocupo a continuación, sin dejar de recomendar su
lectura íntegra, porque sólo así podrá apreciarse el auténtico valor del texto,
que estoy seguro de que recibirá muchas alabanzas pero también muchas críticas,
y de estas últimas no pocas, aunque sean la mayoría “en voz baja”, en el seno
de la propia comunidad creyente que no desea mirar más allá de su propia, y
protegida, realidad y que no se preocupa realmente, aunque lo aparente, de la
de los demás, de “los otros”.
Y muy
probablemente una de las tesis principales del texto queda ya recogida en la
introducción al referirse a la pandemia de la Covid-19 y a la necesidad de
actuar conjuntamente para abordarla y resolver los problemas que nos afectan a
todos, con cambios sustanciales que se dirijan verdaderamente y que presten
atención a los problemas reales de la población, en especial de aquellos que
son los más desprotegidos, “los últimos”, ya que “si alguien cree que sólo se
trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es
que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la
realidad”, tesis que reafirma en el capítulo cuarto al afirmar que en la
actualidad “ningún Estado nacional aislado está en condiciones de asegurar el
bien común de su propia población”. Y es en el capítulo sexto, que versa sobre
el diálogo y la amistad social, cuando se reivindica una sociedad poliédrica,
ya que “El poliedro representa una sociedad donde las diferencias conviven
complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto
implique discusiones y prevenciones. Porque de todos se puede aprender algo,
nadie es inservible, nadie es prescindible. Esto implica incluir a las
periferias. Quien está en ellas tiene otro punto de vista, ve aspectos de la
realidad que no se reconocen desde los centros de poder donde se toman las
decisiones más definitorias”.
El capítulo
primero está dedicado a “las sombras de un mundo cerrado”. Nuevamente el Papa
manifiesta su preocupación por el individualismo y la pérdida de comunidad, y
por el deliberado olvido de la historia para pretender, desde intereses bien
definidos, construir “desde cero” la nueva realidad, a la par que vaciando de
contenido las palabras clave que ha servido para construir en el pasado esa
comunidad.
Por ello, a
Francisco no le duelen prensas en afirmar, citando a Benedicto XVI, que la
sociedad cada vez más globalizada “nos hace más cercanos pero no más hermanos”,
añadiendo por su parte que “Estamos más solos que nunca en este mundo
masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la
dimensión comunitaria de la existencia. Hay más bien mercados, donde las
personas cumplen roles de consumidores o de espectadores. El avance de este
globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen
a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y
pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes”, e introduce ya una
manifestación que provocará, una vez más, las iras de quienes dirán que el Papa
“hace política y no se preocupa por sus problemas de la Iglesia”, cual es que
“de este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes
económicos transnacionales que aplican el “divide y reinarás”.
La crítica al
individualismo que nos rodea la hace aun más contundente en el capítulo
tercero, enfatizando que “no nos hace más libres, más iguales, más hermanos. La
mera suma de los intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor
para toda la humanidad. Ni siquiera puede preservarnos de tantos males que cada
vez se vuelven más globales”, alertando además de que “… el individualismo radical
es el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace creer que todo consiste en
dar rienda suelta a las propias ambiciones, como si acumulando ambiciones y
seguridades individuales pudiéramos construir el bien común”
Más contundente
aún si cabe es su critica a ese ya apuntado vaciado de contenido real de las
palabras, y de su desarrollo efectivo, que han marcado la construcción en el
pasado de sociedades cohesionadas y que ahora se encuentran en grave peligro de
“descohesión”: “Un modo eficaz de licuar la conciencia histórica, el
pensamiento crítico, la lucha por la justicia y los caminos de integración es
vaciar de sentido o manipular las grandes palabras. ¿Qué significan hoy algunas
expresiones como democracia, libertad, justicia, unidad? Han sido manoseadas y
desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos
vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”. En
otro momento de la encíclica se afirma con toda claridad que “nunca se avanza
sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa”.
Con dureza
dialéctica explica cómo son “vaciadas” las perspectivas de mejora y cambio de
la población cuando, tal como afirma en un fragmento del capítulo segundo (“un
extraño en el camino”) se nos dice que “todo está mal” y nos lleva al camino
del desencanto y desesperanza por pensar que no puedo hacer nada para
arreglarlo, siendo así, afirma con contundencia Francisco, que “Hundir a un
pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: así obra
la dictadura invisible de los verdaderos intereses ocultos, que se adueñaron de
los recursos y de la capacidad de opinar y pensar”, al mismo tiempo que le da
maravillosamente la vuelta a este argumento y responde que “las dificultades
que parecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la
tristeza inerte que favorece el sometimiento”.
Quizás, y este es
solo mi muy subjetivo parecer, la tesis
central, la “estrella” del documento, aparece en el apartado 127 cuando se
abordan los derechos de los pueblos, en el que el Papa rechaza la lógica
dominante de sumisión (obligada por razón de la deuda) y proclama que “si se
acepta el gran principio de los derechos que brotan del solo hecho de poseer la
inalienable dignidad humana, es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en
otra humanidad. Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y
trabajo para todos. Este es el verdadero camino de la paz, y no la estrategia
carente de sentido y corta de miras de sembrar temor y desconfianza ante
amenazas externas”. Pero como no quiere quedarse solo, aunque sea relevante, en
las afirmaciones generales, llama al mismo tiempo a acercarnos a la mas cruda
realidad, ya que “Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones
semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos
que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su
salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de
personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no
debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones.
Son mínimos impostergables”.
Ese “vaciado” tan
criticado sirve para acallar a las voces críticas, por ejemplo, con la política
sobre el medio ambiente, de tal manera (y el Papa conoce de primera mano la
realidad de lo acaecido en varios países de América del Sur) que cuando se
levantan para su defensa “son acalladas o ridiculizadas, disfrazando de
racionalidad lo que son solo intereses particulares”, tesis a la que puede
añadirse la manifestación de que “lo que es verdad cuando conviene a un
poderoso, deja de serlo cuando ya no le beneficia”. Manifestación que también
se recoge en otros términos cuando se resalta la necesidad de respetar el orden
jurídico, que en muchas ocasiones no se hace
por los (ciudadanos y países (más poderosos) de tal manera que “Si la
norma es considerada un instrumento al que se acude cuando resulta favorable y
que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas incontrolables que hacen un
gran daño a las sociedades, a los más débiles, a la fraternidad, al medio
ambiente y a los bienes culturales, con pérdidas irrecuperables para la
comunidad global”.
Rechazo u olvido
de las necesidades e intereses “de los otros” por parte de aquellos que más
tienen, la “cultura del descarte” en la que tantas veces ha insistido
Francisco, que vuelve a recordar, y criticar, que “partes de la humanidad
parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector
humano digno de vivir sin límites”, y añade una reflexión ya centrada en el
mundo del trabajo y que no es nueva porque ya lo afirmaba hace siete años, y
por desgracia hemos aprendido poco de aquella crisis que dejó a tantas personas
en el camino: el “descarte” se manifiesta de múltiples formas, y una de ellas
es “la obsesión por reducir los costos laborales, que no advierte las graves
consecuencias que esto ocasiona, porque el desempleo que se produce tiene como
efecto directo expandir las fronteras de la pobreza”; y no solo en el mundo del
trabajo sino en toda la sociedad reaparece el racismo, algo que, subraya con
pleno acierto a mi parecer el Papa, demuestra que “los supuestos avances de
nuestra sociedad no son tan reales ni están asegurados para siempre”.
La reivindicación
del acceso al trabajo sigue siendo insistente en las tesis del Papa, quien
vuelve a recordar su parecer de que “ayudar a los pobres con dinero debe ser
siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo
debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo» Por más
que cambien los mecanismos de producción, la política no puede renunciar al
objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona
alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo. Porque «no existe peor
pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo». En una
sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la
vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce
para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse
a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el
perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo”.
Muchas injusticias
en nuestro mundo, en suma, “nutridas por visiones antropológicas reductivas y
por un modelo económico basado en las ganancias, que no duda en explotar,
descartar e incluso matar al hombre”. Critica Francisco la “indiferencia
cómoda, fría y globalizada”, que olvida que las mejoras de unos son los
sufrimientos de otros y que olvida “que estamos todos en la misma barca”, y que
ayudar al cambio mediante el apoyo de las mejoras tecnológicas sería sin duda
muy relevante, siempre y cuando, exclama, se acompañe ese avance científico y
tecnológico de “una equidad y una inclusión social cada vez mayores”.
Críticas
contundentes ante el desprecio de los débiles por los poderosos, que puede
tanto “esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para
sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los
poderosos”. Y ya estoy imaginando como estarán cargándose las baterías
intelectuales y mediáticas contra el “Papa rojo”, el “Papa (casi) comunista”,
simplemente por reiterar aquello que se está demostrando cada vez como más
evidente, y mucho más durante esta grave crisis sanitaria: “El mercado solo no
resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe
neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre
las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El
neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico “derrame” o
“goteo” —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales.
No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente
de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social”. Más contundente
aún si cabe es su afirmación de que el tan anunciado fin de la historia (tras
la caída del muro de Berlín) no fue tal, y “las recetas dogmáticas de la teoría
económica imperante mostraron no ser infalibles”.
Y no se queda en
la crítica de las desigualdades e injusticias, sino que aporta las reflexiones
que ya hiciera en 2014 con ocasión del encuentro mundial de movimientos
populares y subraya que una forma de ser solidario “…es luchar contra las
causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de
tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es
enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero”. Y trayendo a
colación a Pablo VI, enfatiza que el derecho a la propiedad privada “sólo puede
ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del
destino universal de los bienes creados, y esto tiene consecuencias muy
concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede
con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y
originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.
Son de particular
interés sus reflexiones sobre el uso , y abuso, de la tecnología en la sociedad
actual y su impacto sobre la conformación del pensamiento, y acción, de cada
persona, que puede vivir en propio mundo virtual y olvidarse de aquello que
ocurre en el mundo real… aunque sea contrario a su pensamiento.
Un breve fragmento
de la encíclica resumen con toda claridad y precisión aquello que se ha dicho
en repetidas ocasiones y sobre lo que se han llenado cientos y cientos de
páginas: “El cúmulo abrumador de información que nos inunda no significa más
sabiduría. La sabiduría no se fabrica con búsquedas ansiosas por internet, ni
es una sumatoria de información cuya veracidad no está asegurada. De ese modo
no se madura en el encuentro con la verdad. Las conversaciones finalmente sólo
giran en torno a los últimos datos, son meramente horizontales y acumulativas.
Pero no se presta una detenida atención y no se penetra en el corazón de la
vida, no se reconoce lo que es esencial para darle un sentido a la existencia”.
Las reflexiones
sobre la población migrante están bien presentes en la Encíclica, continuando
la línea de pensamiento manifestada en sus intervenciones y escritos
anteriores, y a la par que revindica la necesidad de tomar en consideración las
razones, muchas de ellas totalmente involuntarias (guerra, pobreza, cambio
climático) que llevan a muchas personas a buscar nuevos horizontes en busca de
una vida digan para ellos y sus familias, también critica el uso de esas
personas migrantes a efectos de explotación por parte de quienes, sin ningún
escrúpulo, se aprovechan de sus necesidades, tanto en sus países origen como en
los de tránsito y de destino, y pide a los poderes públicos de aquellos países
de los que provienen gran parte de las migraciones que tomen medidas para que
cualquier decisión al respecto sea voluntaria, recordando, con cita de
Benedicto XVI, que “hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir a tener
las condiciones para permanecer en la propia tierra”, a la par que reafirma y
reivindica “la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su
origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno”; o dicho en otros
términos, y está bien presente en toda la doctrina social de la Iglesia, que
todo ser humano “tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse
integralmente, y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país”, de
tal manera ante el reto de la migración los esfuerzos de la población “ajena”
deben ser los “acoger, proteger,
promover e integrar”, algo que en el terreno jurídico, y lo he subrayado en
numerosas ocasiones, significa poder acceder a la libertad de movimientos y a
la posibilidad de acceder al trabajo.
Es dura y muy
expresiva su crítica a los “nacionalismos cerrados”, porque expresan “…esta incapacidad de gratuidad, el
error de creer que pueden desarrollarse al margen de la ruina de los demás y
que cerrándose al resto estarán más protegidos. El inmigrante es visto como un
usurpador que no ofrece nada. Así, se llega a pensar ingenuamente que los pobres
son peligrosos o inútiles y que los poderosos son generosos benefactores”,
reafirmándose en que “sólo una cultura social y política que incorpore la
acogida gratuita podrá tener futuro”.
Las reflexiones
sobre la población migrante se desarrollan más ampliamente en el capítulo
tercero, que tiene un título claramente identificador de aquello que se
pretende transmitir: “Pensar y gestar en un mundo abierto”, y en el que se
critica como aun siendo un “ciudadano en toda regla”, es decir disponiendo de la
documentación, “los papeles”, que acreditan que se cumplen todos los requisitos
para vivir en la plena legalidad, uno puede sentirse aún como extranjero por la
forma y manera como es tratado, exponiendo que el racismo (“yo no soy racista,
pero…”) “es un virus que muta fácilmente y en lugar de desaparecer se disimula,
pero está siempre al acecho”. Reivindica los derechos de la mujer, considerando
“inaceptable” que puedan tener menos derechos, y en sintonía con lo anterior es
radicalmente contrario a que el lugar de nacimiento o de residencia “ya de por
sí determine menores posibilidades de vida dignan y de desarrollo”.
Y para concluir
este breves notas, al leer la última parte del capítulo primero me he sentido
especialmente satisfecho por compartir con Francisco las reflexiones que
efectúa, reiterando aquello que manifestó en la primera fase de la pandemia,
sobre los “prescindibles” que pasaron a ser “imprescindibles” para garantizar
la salud y la seguridad de toda la ciudadanía,
Pues bien,
Francisco lo sintetizó con suma claridad en este fragmento de una intervención
del mes de marzo y ahora recuperada: “La reciente pandemia nos permitió
rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el
miedo, reaccionaron donando la propia vida. Fuimos capaces de reconocer cómo
nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a
dudas, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia
compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los
supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y
mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad,
voluntarios, sacerdotes, religiosas… comprendieron que nadie se salva
solo”.
5. En fase de
recuperación gradual de la crisis sanitaria, y prestando especial atención a
las graves secuelas sociales que ha dejado entre gran parte de la población, elPapa Francisco interviene en el foro organizado por la OIT los días 17 y 18 dejunio de este año sobre el mundo del trabajo, centrada en la necesidad de dar una respuesta global a la crisis de la COVID-19
y en la acción necesaria para construir un futuro laboral mejor.
Y el rostro
social, valiente, sin pelos en la lengua, del Papa Francisco, reaparece en este
mensaje, en el que además de alabar el esfuerzo realizado por la OIT en la
búsqueda de una sociedad más justa y solidaria a escala mundial, deja una serie
de aportaciones que sin duda deberían ser objeto de mucha atención, y en
especial obviamente por quienes más se preocupan de la situación de los
colectivos más desfavorecidos, pero sin olvidar el más que relevante papel y
función que asumen las autoridades políticas y
las organizaciones sociales.
Por ello,
reproduzco a continuación varios fragmentos del mensaje. Son, evidentemente,
los que considero más relevantes, y animo a todas las personas interesadas a su
lectura íntegra o a ver el vídeo. Vale la pena.
“…Con las prisas
de volver a una mayor actividad económica al final de la amenaza del COVID-19,
evitemos las pasadas fijaciones en el beneficio, el aislacionismo y el
nacionalismo, el consumismo ciego y la negación de las claras evidencias que
apuntan a la discriminación de nuestros hermanos y hermanas “desechables” en
nuestra sociedad. Por el contrario, busquemos soluciones que nos ayuden a
construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes
y dignas, que provenga de una negociación colectiva, y que promueva el bien
común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro cuidado
de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera y
esencialmente humano. De esto se trata, que sea humano”.
“… Y una de las características del verdadero
diálogo es que quienes dialogan estén en el mismo nivel de derechos y deberes.
No uno que tenga menos derechos o más derechos dialoga con uno que no los
tiene. El mismo nivel de derechos y deberes garantiza así un diálogo serio…”.
“…debe
garantizarse la protección de los trabajadores y de los más vulnerables
mediante el respeto de sus derechos esenciales, incluido el derecho de la
sindicalización. O sea, sindicarse es un derecho. La crisis del COVID ya ha
afectado a los más vulnerables y ellos no deberían verse afectados
negativamente por las medidas para acelerar una recuperación que se centra
únicamente en los marcadores económicos. O sea, aquí hace también falta una
reforma del modo económico, una reforma a fondo de la economía…”.
“Mirando al
futuro, es fundamental que la Iglesia, y por tanto la acción de la Santa Sede
con la Organización Internacional del Trabajo, apoye medidas que corrijan
situaciones injustas o incorrectas que afectan a las relaciones laborales,
haciéndolas completamente subyugadas a la idea de “exclusión”, o violando los
derechos fundamentales de los trabajadores. Una amenaza la constituyen las teorías
que consideran el beneficio y el consumo como elementos independientes o como
variables autónomas de la vida económica, excluyendo a los trabajadores y
determinando su desequilibrado estándar de vida: «Hoy todo entra dentro del
juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se
come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin
salida» (Evangelii gaudium, n. 53)”.
“… es necesario entender
correctamente el trabajo. El primer elemento para dicha comprensión nos llama a
focalizar la atención necesaria en todas las formas de trabajo, incluyendo las
formas de empleo no estándar. El trabajo va más allá de lo que tradicionalmente
se ha conocido como “empleo formal”, y el Programa de Trabajo Decente debe
incluir todas las formas de trabajo..”
“… el segundo
elemento para una correcta comprensión del trabajo: si el trabajo es una
relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque
ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado. Aquí no nos referimos sólo al
trabajo de cuidados: la pandemia nos recuerda su importancia fundamental, que
quizá hayamos desatendido. El cuidado va más allá, debe ser una dimensión de
todo trabajo. Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en
peligro la supervivencia de las generaciones futuras, no es respetuoso con la
dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente…”.
“… Además de una
correcta comprensión del trabajo, salir en mejores condiciones de la crisis
actual requerirá el desarrollo de una cultura de la solidaridad, para
contrastar con la cultura del descarte que está en la raíz de la desigualdad y
que aflige al mundo. Para lograr este objetivo, habrá que valorar la aportación
de todas aquellas culturas, como la indígena, la popular, que a menudo se
consideran marginales, pero que mantienen viva la práctica de la solidaridad,
que «expresa mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos». Cada
pueblo tiene su cultura, y creo que es el momento de liberarnos definitivamente
de la herencia de la Ilustración, que llevaba la palabra cultura a un cierto
tipo de formación intelectual o de pertenencia social…”
“.. Los actores
establecidos pueden contar con el legado de su historia, que sigue siendo un
recurso de importancia fundamental, pero en esta fase histórica están llamados
a permanecer abiertos al dinamismo de la sociedad y a promover la aparición e
inclusión de actores menos tradicionales y más marginales, portadores de
impulsos alternativos e innovadores…”
“… A veces, al
hablar de propiedad privada olvidamos que es un derecho secundario, que depende
de este derecho primario, que es el destino universal de los bienes…”
“… Invito a los
sindicalistas y a los dirigentes de las asociaciones de trabajadores a que no
se dejen encerrar en una "camisa de fuerza", a que se enfoquen en las
situaciones concretas de los barrios y de las comunidades en las que actúan,
planteando al mismo tiempo cuestiones relacionadas con las políticas económicas
más amplias y las “macro-relaciones”. También en esta fase histórica, el
movimiento sindical enfrenta dos desafíos trascendentales: El primero es la
profecía, y está relacionada con la propia naturaleza de los sindicatos, su
vocación más genuina. Los sindicatos son una expresión del perfil profético de
la sociedad. Los sindicatos nacen y renacen cada vez que, como los profetas
bíblicos, dan voz a los que no la tienen, denuncian a los que “venderían al
pobre por un par de chancletas”, como dice el profeta (cf. Amós 2,6), desnudan
a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más vulnerables,
defienden la causa de los extranjeros, de los últimos y de los rechazados.
Claro, cuando un sindicato se corrompe, ya esto no lo puede hacer, y se
transforma en un estatus de pseudo patrones, también distanciados del pueblo.
El segundo
desafío: la innovación. Los profetas son centinelas que vigilan desde su puesto
de observación. También los sindicatos deben vigilar los muros de la ciudad del
trabajo, como un guardia que vigila y protege a los que están dentro de la
ciudad del trabajo, pero que también vigila y protege a los que están fuera de
los muros. Los sindicatos no cumplen su función esencial de innovación social
si vigilan sólo a los jubilados. Esto debe hacerse, pero es la mitad de vuestro
trabajo. Su vocación es también proteger a los que todavía no tienen derechos,
a los que están excluidos del trabajo y que también están excluidos de los
derechos y de la democracia…”.
6. Y, hasta el
presente, la última ocasión en que el Papa vuelve a elevar la voz, de manera
clara, firme, consciente de la importancia de todo aquello que transmite y que
pide, la encontramos en su intervención por videoconferencia el 16 de octubreen la reunión de los movimientos populares
Ahora el Papa, lo
dice explícitamente, se vuelve “pedigüeño”, y pode a todos los que tienen poder
en el mundo político y económico que tomen las medidas necesarias para evitar
que siga continuando el deterioro del planeta y el empeoramiento de las
condiciones de vida de buena parte de la población. Aquí quedan sus palabras y
sus peticiones ( que, ojalá, no caigan en saco roto):
“En estos meses
muchas cosas que ustedes denunciaban quedaron en total evidencia. La pandemia
transparentó las desigualdades sociales que azotan a nuestros pueblos y expuso
—sin pedir permiso ni perdón— la desgarradora situación de tantos hermanos y
hermanas, esa situación que tantos mecanismos de post-verdad no pudieron
ocultar.
Muchas cosas que
dábamos por supuestas se cayeron como un castillo de naipes. Experimentamos
cómo, de un día para otro, nuestro modo de vivir puede cambiar drásticamente
impidiéndonos, por ejemplo, ver a nuestros familiares, compañeros y amigos. En
muchos países los Estados reaccionaron. Escucharon a la ciencia y lograron
poner límites para garantizar el bien común y frenaron al menos por un tiempo
ese “mecanismo gigantesco” que opera en forma casi automática donde los pueblos
y las personas son simples piezas (cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 22).
…. Y pensando en
estas situaciones, me vuelvo pedigüeño. Y paso a pedir. A pedir a todos. Y a
todos quiero pedirles en nombre de Dios.
A los grandes laboratorios,
que liberen las patentes. Tengan un gesto de humanidad y permitan que cada
país, cada pueblo, cada ser humano tenga acceso a las vacunas. Hay países donde
sólo tres, cuatro por ciento de sus habitantes fueron vacunados.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los grupos financieros y organismos internacionales de crédito
que permitan a los países pobres garantizar las necesidades básicas de su gente
y condonen esas deudas tantas veces contraídas contra los intereses de esos
mismos pueblos.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a las grandes corporaciones extractivas —mineras, petroleras—,
forestales, inmobiliarias, agro negocios, que dejen de destruir los bosques,
humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de
intoxicar los pueblos y los alimentos.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a las grandes corporaciones alimentarias que dejen de imponer
estructuras monopólicas de producción y distribución que inflan los precios y
terminan quedándose con el pan del hambriento.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los fabricantes y traficantes de armas que cesen totalmente su
actividad, una actividad que fomenta la violencia y la guerra, y muchas veces
en el marco de juegos geopolíticos que cuestan millones de vidas y de
desplazamientos.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los gigantes de la tecnología que dejen de explotar la
fragilidad humana, las vulnerabilidades de las personas, para obtener
ganancias, sin considerar cómo aumentan los discursos de odio, el grooming, las
fake news, las teorías conspirativas, la manipulación política.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los gigantes de las telecomunicaciones que liberen el acceso a
los contenidos educativos y el intercambio con los maestros por internet para
que los niños pobres también puedan educarse en contextos de cuarentena.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los medios de comunicación que terminen con la lógica de la
post-verdad, la desinformación, la difamación, la calumnia y esa fascinación
enfermiza por el escándalo y lo sucio, que busquen contribuir a la fraternidad
humana y a la empatía con los más vulnerados.
Quiero pedirles en
nombre de Dios a los países poderosos que cesen las agresiones, bloqueos,
sanciones unilaterales contra cualquier país en cualquier lugar de la tierra. No
al neocolonialismo. Los conflictos deben resolverse en instancias
multilaterales como las Naciones Unidas. Ya hemos visto cómo terminan las
intervenciones, invasiones y ocupaciones unilaterales; aunque se hagan bajo los
más nobles motivos o ropajes.
Este sistema con
su lógica implacable de la ganancia está escapando a todo dominio humano. Es
hora de frenar la locomotora, una locomotora descontrolada que nos está
llevando al abismo. Todavía estamos a tiempo.
A los gobiernos en
general, a los políticos de todos los partidos quiero pedirles, junto a los
pobres de la tierra, que representen a sus pueblos y trabajen por el bien
común. Quiero pedirles el coraje de mirar a sus pueblos, mirar a los ojos de la
gente, y la valentía de saber que el bien de un pueblo es mucho más que un
consenso entre las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 218); cuídense de
escuchar solamente a las elites económicas tantas veces portavoces de
ideologías superficiales que eluden los verdaderos dilemas de la humanidad.
Sean servidores de los pueblos que claman por tierra, techo, trabajo y una vida
buena. Ese “buen vivir” aborigen que no es lo mismo que la “dolce vita” o el
“dolce far niente”, no. Ese buen vivir humano que nos pone en armonía con toda
la humanidad, con toda la creación.
Quiero pedir
también a todos los líderes religiosos que nunca usemos el nombre de Dios para
fomentar guerras ni golpes de Estado. Estemos junto a los pueblos, a los
trabajadores, a los humildes y luchemos junto a ellos para que el desarrollo
humano integral sea una realidad. Tendamos puentes de amor para que la voz de
la periferia con sus llantos, pero también con su canto y también con su
alegría, no provoque miedo sino empatía en el resto de la sociedad.
Y así soy
pedigüeño.
Es necesario que juntos
enfrentemos los discursos populistas de intolerancia, xenofobia, aporofobia
—que es el odio a los pobres—, como todos aquellos que nos lleve a la
indiferencia, la meritocracia y el individualismo; estas narrativas sólo
sirvieron para dividir nuestros pueblos y minar y neutralizar nuestra capacidad
poética, la capacidad de soñar juntos.
…. . Tiempo de
actuar
Muchas veces me
dicen: “Padre, estamos de acuerdo, pero, en concreto, ¿qué debemos hacer?”. Yo
no tengo la respuesta, por eso debemos soñar juntos y encontrarla entre todos.
Sin embargo, hay medidas concretas que tal vez permitan algunos cambios
significativos. Son medidas que están presentes en vuestros documentos, en
vuestras intervenciones y que yo he tomado muy en cuenta, sobre las que medité
y consulté a especialistas. En encuentros pasados hablamos de la integración
urbana, la agricultura familiar, la economía popular. A estas, que todavía
exigen seguir trabajando juntos para concretarlas, me gustaría sumarle dos más:
el salario universal y la reducción de la jornada de trabajo.
Un ingreso básico
(el IBU) o salario universal para que cada persona en este mundo pueda acceder
a los más elementales bienes de la vida. Es justo luchar por una distribución
humana de estos recursos. Y es tarea de los Gobiernos establecer esquemas
fiscales y redistributivos para que la riqueza de una parte sea compartida con
la equidad sin que esto suponga un peso insoportable, principalmente para la
clase media —generalmente, cuando hay estos conflictos, es la que más sufre—.
No olvidemos que las grandes fortunas de hoy son fruto del trabajo, la
investigación científica y la innovación técnica de miles de hombres y mujeres
a lo largo de generaciones.
La reducción de la
jornada laboral es otra posibilidad, el ingreso básico uno, es una posibilidad,
la otra es la reducción de la jornada laboral. Y hay que analizarla seriamente.
En el siglo XIX los obreros trabajaban doce, catorce, dieciséis horas por día.
Cuando conquistaron la jornada de ocho horas no colapsó nada como algunos
sectores preveían. Entonces, insisto, trabajar menos para que más gente tenga
acceso al mercado laboral es un aspecto que necesitamos explorar con cierta
urgencia. No puede haber tantas personas agobiadas por el exceso de trabajo y
tantas otras agobiadas por la falta de trabajo.
Considero que son
medidas necesarias, pero desde luego no suficientes. No resuelven el problema
de fondo, tampoco garantizan el acceso a la tierra, techo y trabajo en la
cantidad y calidad que los campesinos sin tierras, las familias sin un techo
seguro y los trabajadores precarios merecen. Tampoco van a resolver los enormes
desafíos ambientales que tenemos por delante. Pero quería mencionarlas porque
son medidas posibles y marcarían un cambio positivo de orientación.
Es bueno saber que
en esto no estamos solos. Las Naciones Unidas intentaron establecer algunas
metas a través de los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), pero
lamentablemente desconocidas por nuestros pueblos y las periferias; lo que nos
recuerda la importancia de compartir y comprometer a todos en esta búsqueda
común….”.
Buena lectura.
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