He salido (hemos,
creo que puedo utilizar la primera persona del plural sin riesgo alguno de
equivocarme) a la calle, es decir a las puertas o a los patios del edificio en
que me encontrara en aquel momento, cuando se produjeron atentados terroristas
que segaban la vida de una o más personas.
Algunos recuerdos
están ya muy borrosos (tenemos tendencia ¿innata? a querer olvidar todo aquello
que nos resulta desagradable recordar) pero otros todavía se agolpan en mi
mente.
Si hay alguno que
me resulta especialmente emocionante, a la par que triste, recordarlo es por el
valor que quisimos que tuviera ese
recuerdo para las posteriores generaciones de estudiantes de Derecho y de otras
ramas afines. Me refiero al asesinato en 1996, el 14 de febrero (¡paradojas de
la vida, el que es calificado socialmente como día del amor lo convirtieron una
o dos personas en el día del odio y la muerte!) del que fuera presidente del
Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, cuando estaba en su
despacho de la Universidad Autónoma de Madrid después de haberse reincorporado
a la vida académica. Su nombre fue puesto a muchas Salas de Grado en distintas
Universidades Españolas, y me enorgullezco de haber propuesto que así fuera en
la Facultad de Derecho de la Universidad de Girona durante mi mandato como
decano.
No me enorgullezco
menos de que la Universidad en la que presto mis servicios desde hace ya casi
trece años, Autónoma de Barcelona (UAB), también pusiera su nombre a dicha
Sala. En esta última, en las ocasiones en que he estado participando como
miembro de una comisión o tribunal, no he perdido oportunidad de recordar el
valor mucho más que simbólico del lugar donde nos encontrábamos y el de la
persona cuyo nombre se había puesto al mismo.
No he olvidado
tampoco el asesinato de un concejal del Partido Popular de una pequeña
población catalana, Viladecavalls, Francisco Cano, el 14 de diciembre de 2000,
justo el día anterior a la defensa de la tesis doctoral de un querido compañero
de la UdG, Ignasi Camós Victoria. Lo recuerdo en especial porque, otra vez las
paradojas de la vida, o el azar como dice el profesor Ignasi Beltrán de
Heredia, he de hacer referencia a un gran jurista que fuera presidente del TC, Miguel
Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, que presidió el tribunal encargado de juzgar
(con la calificación de excelente por unanimidad) la citada tesis
doctoral.
En ambas
ocasiones, y en varias más, hemos salido a la calle para guardar minutos de
silencio. Que sean uno, dos o cinco, no tiene mayor importancia, porque aquello
que hay que valorar es la respuesta solidaria contra todo atentado a cualquier
vida humana, reivindicando justamente
con ese silencio que queremos darle todo el valor que se merece a la vida, y
que no estábamos (no estamos) dispuestos a que ello volviera a ocurrir, aunque
tristemente sabíamos que ello podía suceder, y desgraciadamente así fue en
bastantes más ocasiones.
De ahí la alegría
(empañada no obstante por los recuerdos trágicos) que sentimos cuando se
anunció el fin de la lucha armada por ETA, aunque no se pudieran recuperar las
vidas dejadas en un sangriento camino. Pero sería injusto olvidar los silencios
de defensa de la vida, pues no otra cosa creo que fueran en tales casos, como
una advertencia y un deseo de evitar que se produjeran más y que por parte de
los poderes públicos se adoptaran las medidas necesarias para evitarlos, que se
llevan a cabo cada vez que se produce una muerte por violencia de género, o
cuando otro tipo de terrorismos, que pretende ocultarse bajo falsos valores y
simbolismos políticos y/o religiosos, siega la vida de cientos de personas en
atentado como los Madrid el 11 de marzo de 2004 o en París el 13 de noviembre de 2015.
Salimos a las
calles, y ojalá tengamos que hacerlo mucho menos (¿el optimismo nubla la
razón?) para defender el valor de la vida, para decir “no” y “basta” a los que
las quitaban con bastardas justificaciones políticas y/o religiosas, todas
ellas impregnadas de la cultura del odio. Creo que sí han servido tales
“salidas” para minorar, atenuar e incluso detener en algunos casos los
asesinatos, pero desgraciadamente siguen existiendo, no solo en España sino en
muchos otros países, y hay que seguir persistiendo en el empeño.
Salimos a la calle
para defender el valor de la vida y de la libertad, amenaza esta ultima también
por razones de odio político hacia esa misma libertad y que afortunadamente en
casos tan importantes como el intento del golpe de estado en España el 23 de
febrero de 1981 no se cobró ninguna vida, aunque faltó muy poco para que ello
ocurriera y los vídeos del Congreso de los Diputados están ahí para recordarlo
a todo aquel o aquella que no quiera olvidar, o dejar conocer, una fecha
tristemente histórica de la entonces incipiente democracia, pero que ya se las había
cobrado desgraciadamente en enero de 1997, con el asesinato por la extrema
derecha de tres abogados laboralistas, un estudiante de Derecho y un
administrativo, en Madrid, defensores con la ley de los derechos de las
personas trabajadoras y que son recordados, y nunca olvidados, cada 24 de
enero.
Y ahora, en abril
de 2020, buena parte del mundo parece haberse detenido porque no hay ruido, o
muy poco, en las calles, y el transporte público y privado es mínimo, aunque
todavía deban usarlo las y los trabajadores “esenciales” (porque aunque sean
algunas actividades concretas las que se califican de tal, quienes son
esenciales de verdad son las personas que los mantienen), aquellos que son
queridos/as y valorados/as cuando nos son útiles (personal sanitario, fuerzas
del orden público, personal de establecimiento de alimentación, y pongan muchos
etcéteras detrás) y que desgraciadamente (la cultura del miedo se acaba
convirtiendo desgraciadamente en cultura del desprecio-odio en algunos casos)
son mirados como “seres peligrosos” por algunos vecinos y vecinas cuando
vuelven a sus domicilios.
Ahora, en abril de
2020, cuando estamos confinados en nuestros domicilios, perdiendo temporalmente
nuestra libertad de tomar las decisiones sobre nuestros movimientos que nos parezcan
oportunas y que difícilmente hubiéramos pensado que ello pudiera ocurrir, no
salimos a la calle, no salimos a las puertas o
a los patios de los edificios en los que vivimos y trabajamos, sea este
último presencialmente o mediante actividad a distancia, porque la normativa
dictada con ocasión del estado de alarma (cada vez que habla el Presidente del
Gobierno hay un punto de esperanza por saber
que va mejorando poco a poco la situación, y un punto de tristeza, que
no decepción para al menos, quienes somos conocedores de la devastadora
situación sanitaria, económica y social, cuando anuncia que sigue el
confinamiento—aunque los padres y madres hayan ya esbozado una cuando menos
tenue sonrisa al saber que a partir del día 27 habrá un mínimo margen de
libertad para moverse por la calle con sus hijos e hijas) no nos los permite.
Ahora bien, como
la inventiva del ser humano no conoce límites, hemos buscado “otra forma de
salir”, de expresar ahora nuestros sentimientos, nuestros deseos, y ¿por qué no
decirlo? nuestras inquietudes y preocupaciones. Es la de salir al balcón
(quienes lo tenemos, aunque estoy seguro de que también aplaudirán desde sus
ventanas quienes no lo tienen porque su
vivienda no les permite ese lujo) para compartir durante unos minutos (no hay
número fijo, aunque está durando alrededor de esos ya míticos cinco minutos)
con personas a las que hemos visto muy poco, prácticamente casi nada, en
nuestra vida anterior “ordinaria” y que ahora descubrimos que son nuestros
vecinos y vecinas, ya sea en el mismo bloque de viviendas o en todas aquellas
que podemos divisar según cual sea el piso en el que vivimos.
A todas las que
salen (salimos) a las 20:00, a las 8:00 p.m. nos unen, así lo creo, unos mismos
deseos:
En primer lugar,
el de agradecer al personal sanitario su tremendo esfuerzo por salvar vidas
(aunque sea en más de una ocasión a costa de las suyas). Les aseguro que tengo
un nudo en la garganta cuando veo a dicho personal salir también por unos
minutos del hotel (de cuatro estrellas) ahora medicalizado, para aplaudir
conjuntamente y dirigir sus miradas y aplausos hacia las habitaciones donde se
encuentra el personal afectado por el coronavirus y que ha pasado la primera
fase de la curación. Con toda sinceridad, y supongo que mi respuesta es la
misma que la que darían los lectores y lectoras del blog, si en diciembre de
2019, cuando el hotel se llenaba de turistas para pasar el fin de año en
Barcelona, me hubieran dicho a qué se “dedicaría” ahora ese hotel, hubiera
esbozado un rictus de total incredulidad, que hoy obviamente ya no tengo desde
hace más de tres semanas.
Agradecimiento
que, insisto, debería extenderse, aunque no se salven vidas al menos
directamente, a todas aquellas personas trabajadoras antes “prescindibles” y
que ahora permiten mantener una mínima normalidad en la de gran parte de la
población y que se han convertido en “imprescindibles”.
Y también, salimos
porque cada uno o cada una quiere expresar su ilusión por “escapar” lo más rápidamente posible de esta situación,
porque deseamos, y el confinamiento nos pone a prueba cada día, que “esto
acabe”, o cuando menos que podamos recuperar una mínima normalidad, aun siendo
conscientes cada vez más de que nada será igual que antes y que nuestros
hábitos y pautas de vida, de estudio, de trabajo, de relaciones sociales y
familiares, van a cambiar sensiblemente durante, al menos, bastante tiempo, y
que seguirá siendo trending topic durante mucho tiempo el “social distancing” o
“distanciamiento social”, y que los abrazos serán mucho menos “presenciales” y
muchos más “virtuales” que antes, quizás hasta que se descubra la vacuna contra
este virus y hayamos además aprendido la lección de esta crisis.
Y no dudo, no
tengo duda alguna de que lo mismo se
desea por los poderes públicos en España. Que se haga con mayor o menor acierto,
que las decisiones que se adoptan “enel fragor de la batalla (sin bombas)” sean
más o menos acertadas, es algo que puede
debatirse pero nunca cuestionarse en su totalidad, salvo por aquellos y
aquellas que han hecho de la cultura del odio en medios de comunicación y en
las redes sociales sus peligrosas señas de identidad.
Por ello, en este
post, alejado de mi actividad habitual de seguimiento y análisis de las normas
y de la vida laboral, solo he querido poner de manifiesto el mismo valor que
creo que tienen algunos silencios y algunos aplausos: la lucha por la vida, la
defensa de la vida. En ello estamos todas y todos comprometidos.
Que desaparezcan
los silencios y los aplausos por los motivos que hasta ahora se han dado y se
dan sería una maravillosa señal de que los seres humanos hemos recuperado algo
de cordura y que la ciencia ha avanzado hasta conseguir desactivar la cultura
del miedo que ahora impregna nuestras vidas. Es tarea difícil, sí, pero no
imposible ni muchos menos, y la historia (fin de la segunda guerra mundial,
Sarajevo, y pongan muchos etcéteras detrás) nos pone muchos ejemplos para
seguir perseverando en el camino.
Hoy sí, de
corazón, les deseo buena lectura.
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