domingo, 19 de abril de 2020

Silencios y aplausos, los dos con un mismo fin: dar valor y defender la vida.


He salido (hemos, creo que puedo utilizar la primera persona del plural sin riesgo alguno de equivocarme) a la calle, es decir a las puertas o a los patios del edificio en que me encontrara en aquel momento, cuando se produjeron atentados terroristas que segaban la vida de una o más personas. 

Algunos recuerdos están ya muy borrosos (tenemos tendencia ¿innata? a querer olvidar todo aquello que nos resulta desagradable recordar) pero otros todavía se agolpan en mi mente.


Si hay alguno que me resulta especialmente emocionante, a la par que triste, recordarlo es por el valor  que quisimos que tuviera ese recuerdo para las posteriores generaciones de estudiantes de Derecho y de otras ramas afines. Me refiero al asesinato en 1996, el 14 de febrero (¡paradojas de la vida, el que es calificado socialmente como día del amor lo convirtieron una o dos personas en el día del odio y la muerte!) del que fuera presidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, cuando estaba en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid después de haberse reincorporado a la vida académica. Su nombre fue puesto a muchas Salas de Grado en distintas Universidades Españolas, y me enorgullezco de haber propuesto que así fuera en la Facultad de Derecho de la Universidad de Girona durante mi mandato como decano.

No me enorgullezco menos de que la Universidad en la que presto mis servicios desde hace ya casi trece años, Autónoma de Barcelona (UAB), también pusiera su nombre a dicha Sala. En esta última, en las ocasiones en que he estado participando como miembro de una comisión o tribunal, no he perdido oportunidad de recordar el valor mucho más que simbólico del lugar donde nos encontrábamos y el de la persona cuyo nombre se había puesto al mismo.  

No he olvidado tampoco el asesinato de un concejal del Partido Popular de una pequeña población catalana, Viladecavalls, Francisco Cano, el 14 de diciembre de 2000, justo el día anterior a la defensa de la tesis doctoral de un querido compañero de la UdG, Ignasi Camós Victoria. Lo recuerdo en especial porque, otra vez las paradojas de la vida, o el azar como dice el profesor Ignasi Beltrán de Heredia, he de hacer referencia a un gran jurista que fuera presidente del TC, Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, que presidió el tribunal encargado de juzgar (con la calificación de excelente por unanimidad) la citada tesis doctoral. 

En ambas ocasiones, y en varias más, hemos salido a la calle para guardar minutos de silencio. Que sean uno, dos o cinco, no tiene mayor importancia, porque aquello que hay que valorar es la respuesta solidaria contra todo atentado a cualquier vida humana,  reivindicando justamente con ese silencio que queremos darle todo el valor que se merece a la vida, y que no estábamos (no estamos) dispuestos a que ello volviera a ocurrir, aunque tristemente sabíamos que ello podía suceder, y desgraciadamente así fue en bastantes más ocasiones.

De ahí la alegría (empañada no obstante por los recuerdos trágicos) que sentimos cuando se anunció el fin de la lucha armada por ETA, aunque no se pudieran recuperar las vidas dejadas en un sangriento camino. Pero sería injusto olvidar los silencios de defensa de la vida, pues no otra cosa creo que fueran en tales casos, como una advertencia y un deseo de evitar que se produjeran más y que por parte de los poderes públicos se adoptaran las medidas necesarias para evitarlos, que se llevan a cabo cada vez que se produce una muerte por violencia de género, o cuando otro tipo de terrorismos, que pretende ocultarse bajo falsos valores y simbolismos políticos y/o religiosos, siega la vida de cientos de personas en atentado como los Madrid el 11 de marzo de 2004 o en París el 13 de  noviembre de 2015.

Salimos a las calles, y ojalá tengamos que hacerlo mucho menos (¿el optimismo nubla la razón?) para defender el valor de la vida, para decir “no” y “basta” a los que las quitaban con bastardas justificaciones políticas y/o religiosas, todas ellas impregnadas de la cultura del odio. Creo que sí han servido tales “salidas” para minorar, atenuar e incluso detener en algunos casos los asesinatos, pero desgraciadamente siguen existiendo, no solo en España sino en muchos otros países, y hay que seguir persistiendo en el empeño.

Salimos a la calle para defender el valor de la vida y de la libertad, amenaza esta ultima también por razones de odio político hacia esa misma libertad y que afortunadamente en casos tan importantes como el intento del golpe de estado en España el 23 de febrero de 1981 no se cobró ninguna vida, aunque faltó muy poco para que ello ocurriera y los vídeos del Congreso de los Diputados están ahí para recordarlo a todo aquel o aquella que no quiera olvidar, o dejar conocer, una fecha tristemente histórica de la entonces incipiente democracia, pero que ya se las había cobrado desgraciadamente en enero de 1997, con el asesinato por la extrema derecha de tres abogados laboralistas, un estudiante de Derecho y un administrativo, en Madrid, defensores con la ley de los derechos de las personas trabajadoras y que son recordados, y nunca olvidados, cada 24 de enero.

Y ahora, en abril de 2020, buena parte del mundo parece haberse detenido porque no hay ruido, o muy poco, en las calles, y el transporte público y privado es mínimo, aunque todavía deban usarlo las y los trabajadores “esenciales” (porque aunque sean algunas actividades concretas las que se califican de tal, quienes son esenciales de verdad son las personas que los mantienen), aquellos que son queridos/as y valorados/as cuando nos son útiles (personal sanitario, fuerzas del orden público, personal de establecimiento de alimentación, y pongan muchos etcéteras detrás) y que desgraciadamente (la cultura del miedo se acaba convirtiendo desgraciadamente en cultura del desprecio-odio en algunos casos) son mirados como “seres peligrosos” por algunos vecinos y vecinas cuando vuelven a sus domicilios.

Ahora, en abril de 2020, cuando estamos confinados en nuestros domicilios, perdiendo temporalmente nuestra libertad de tomar las decisiones sobre nuestros movimientos que nos parezcan oportunas y que difícilmente hubiéramos pensado que ello pudiera ocurrir, no salimos a la calle, no salimos a las puertas o  a los patios de los edificios en los que vivimos y trabajamos, sea este último presencialmente o mediante actividad a distancia, porque la normativa dictada con ocasión del estado de alarma (cada vez que habla el Presidente del Gobierno hay un punto de esperanza por saber  que va mejorando poco a poco la situación, y un punto de tristeza, que no decepción para al menos, quienes somos conocedores de la devastadora situación sanitaria, económica y social, cuando anuncia que sigue el confinamiento—aunque los padres y madres hayan ya esbozado una cuando menos tenue sonrisa al saber que a partir del día 27 habrá un mínimo margen de libertad para moverse por la calle con sus hijos e hijas) no nos los permite.

Ahora bien, como la inventiva del ser humano no conoce límites, hemos buscado “otra forma de salir”, de expresar ahora nuestros sentimientos, nuestros deseos, y ¿por qué no decirlo? nuestras inquietudes y preocupaciones. Es la de salir al balcón (quienes lo tenemos, aunque estoy seguro de que también aplaudirán desde sus ventanas  quienes no lo tienen porque su vivienda no les permite ese lujo) para compartir durante unos minutos (no hay número fijo, aunque está durando alrededor de esos ya míticos cinco minutos) con personas a las que hemos visto muy poco, prácticamente casi nada, en nuestra vida anterior “ordinaria” y que ahora descubrimos que son nuestros vecinos y vecinas, ya sea en el mismo bloque de viviendas o en todas aquellas que podemos divisar según cual sea el piso en el que vivimos.

A todas las que salen (salimos) a las 20:00, a las 8:00 p.m. nos unen, así lo creo, unos mismos deseos:

En primer lugar, el de agradecer al personal sanitario su tremendo esfuerzo por salvar vidas (aunque sea en más de una ocasión a costa de las suyas). Les aseguro que tengo un nudo en la garganta cuando veo a dicho personal salir también por unos minutos del hotel (de cuatro estrellas) ahora medicalizado, para aplaudir conjuntamente y dirigir sus miradas y aplausos hacia las habitaciones donde se encuentra el personal afectado por el coronavirus y que ha pasado la primera fase de la curación. Con toda sinceridad, y supongo que mi respuesta es la misma que la que darían los lectores y lectoras del blog, si en diciembre de 2019, cuando el hotel se llenaba de turistas para pasar el fin de año en Barcelona, me hubieran dicho a qué se “dedicaría” ahora ese hotel, hubiera esbozado un rictus de total incredulidad, que hoy obviamente ya no tengo desde hace más de tres semanas.  

Agradecimiento que, insisto, debería extenderse, aunque no se salven vidas al menos directamente, a todas aquellas personas trabajadoras antes “prescindibles” y que ahora permiten mantener una mínima normalidad en la de gran parte de la población y que se han convertido en “imprescindibles”.

Y también, salimos porque cada uno o cada una quiere expresar su ilusión por “escapar”  lo más rápidamente posible de esta situación, porque deseamos, y el confinamiento nos pone a prueba cada día, que “esto acabe”, o cuando menos que podamos recuperar una mínima normalidad, aun siendo conscientes cada vez más de que nada será igual que antes y que nuestros hábitos y pautas de vida, de estudio, de trabajo, de relaciones sociales y familiares, van a cambiar sensiblemente durante, al menos, bastante tiempo, y que seguirá siendo trending topic durante mucho tiempo el “social distancing” o “distanciamiento social”, y que los abrazos serán mucho menos “presenciales” y muchos más “virtuales” que antes, quizás hasta que se descubra la vacuna contra este virus y hayamos además aprendido la lección de esta crisis.

Y no dudo, no tengo duda alguna  de que lo mismo se desea por los poderes públicos en España. Que se haga con mayor o menor acierto, que las decisiones que se adoptan “enel fragor de la batalla (sin bombas)” sean más o menos acertadas,  es algo que puede debatirse pero nunca cuestionarse en su totalidad, salvo por aquellos y aquellas que han hecho de la cultura del odio en medios de comunicación y en las redes sociales sus peligrosas señas de identidad.

Por ello, en este post, alejado de mi actividad habitual de seguimiento y análisis de las normas y de la vida laboral, solo he querido poner de manifiesto el mismo valor que creo que tienen algunos silencios y algunos aplausos: la lucha por la vida, la defensa de la vida. En ello estamos todas y todos comprometidos.

Que desaparezcan los silencios y los aplausos por los motivos que hasta ahora se han dado y se dan sería una maravillosa señal de que los seres humanos hemos recuperado algo de cordura y que la ciencia ha avanzado hasta conseguir desactivar la cultura del miedo que ahora impregna nuestras vidas. Es tarea difícil, sí, pero no imposible ni muchos menos, y la historia (fin de la segunda guerra mundial, Sarajevo, y pongan muchos etcéteras detrás) nos pone muchos ejemplos para seguir perseverando en el camino.

Hoy sí, de corazón, les deseo buena lectura.   

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