He terminado de
leer hace pocos días “El colgajo” (Le lambeau, en el original francés) delperiodista Phillippe Lançon (Editorial Anagrama). Tiene
interés tratar, aunque sea de forma breve, de esta publicación, de este libro,
de esta historia. ¿Y saben por qué? Se aprende a saborear la vida, a valorar
aquello a lo que no damos importancia alguna por tratarse de la cotidianeidad,
darte una ducha, desayunar, leer el diario, ir al trabajo, hablar con los
amigos y amigas, ir al cine o al teatro, ver una película en una de las
numerosas plataformas ya existentes, efectuar un viaje, discutir, enfadarte y
reconciliarte, o no, con tu pareja, jugar con tus hijos e hijas, o con tus
nietas y nietos, y muchas otras cosas más que cualquier lector o lectora pueda
añadir de su propia cosecha.
Philippe Lançon
era el 7 de enero de 2015 un ciudadano normal, si se entiende por ello una
persona que hace una vida que incluye todo aquello que he citado con
anterioridad. De oficio y profesión periodista, ciertamente siempre sujeto a
las críticas de todos aquellos y aquellas que estuvieran en contra de sus artículos,
aunque ello no es nada extraño ni del otro mundo para quien se dedica cada día
no sólo a informar sino también a analizar y dar su parecer sobre la noticia y
sus personajes. En la sociedad en que vivíamos en 2015, y ahora mucho más, esas
críticas podían manifestarse en cartas al director, correos electrónicos con
ataques a su persona y utilización del anonimato en las redes sociales, aunque
también en ocasiones a cara, o nombre, descubierta para lanzar exabruptos sobre
su persona y su trabajo, y ello debe ser asumido, estoy seguro de que lo era,
por quien se dedica a esa profesión y trata de redactar sus artículos con
seriedad y franqueza.
Lo que nadie
asumirá nunca, ni un periodista, ni una
persona dedicada a la política, ni alguien que se dedica a la literatura, o un
simple profesor universitario, es que sus opiniones, pareceres, ideas,
pensamientos, por muy polémicas e incluso hirientes que puedan ser para
(algunos de) los demás, puedan llegar a ser sepultadas, y desgraciadamente
nunca mejor utilizada esta palabra, por una lluvia, una ráfaga de balas que
siegan la vida de quien utilizaba en tiempos pasados la pluma, después una
máquina de escribir manual y más adelante electrónica, y ahora un ordenador,
para ordenar sus ideas y ponerlas a disposición, por supuesto voluntaria, de
todos aquellos y aquellas que desearan conocerlas.
Philippe Lançon
trabajaba para el diario Liberation y para el seminario satírico francés
Charlie Hebdo. Desde luego, las críticas de este último diario, satíricas obviamente,
no sentaban nada bien a quienes creen que sus creencias políticas, religiosas o
sociales, son intocables y están protegidas contra cualquier incursión de
quienes puedan no estar de acuerdo o simplemente usen los dibujos, las
caricaturas, para reírse de ellas. Un periodista como Lançon, que había estado
cubriendo la información en países en los que la guerra no era un juego de
niños sino la realidad del día a día, no se debía sentir especialmente
preocupado por ello, si bien es cierto que el diario ya había sido víctima de
un atentado anterior y se habían reforzado las medidas de seguridad.
Como casi cada
mañana, Lançon iniciaba su vida diaria, cotidiana, con la misma normalidad que
lo hacía cualquier otro día, y se dirigió a la reunión de la redacción de CH el7 de enero de 2015 para debatir, o simplemente escuchar, el parecer de otras y
otros miembros sobre el contenido del siguiente número. Llevaba su mochila con
todo lo que necesitaba y paseaba tranquilamente, después de que la noche
anterior fuera al teatro a ver la obra de Shakespeare “Noche de Reyes”. A buen
seguro que en su cabeza rondaban muchas ideas de qué hacer tras la reunión y en
los días siguientes, de con qué amigos y amigas se iba a encontrar, o más
simplemente qué película iba a ver en su ordenador o a que obra de teatro podía
ir en los próximos días en la capital francesa, la conocida como “La ciudad de
la luz” “La Ville Lumière”.
Esa luz, esas
ideas, dejan de ser tales, se oscurecen, no sólo para Philippe Lançon, en muy
pocos segundos el día 7 de enero por la mañana, tras unas ráfagas de balas que
ponen fin a la vida de varias de las personas presentes en la sede de CH. Es un
atentado que conmocionará a la sociedad francesa, incluso a gran parte de
quienes consideraban que la incorrección política de unos caricaturistas iba
mucho más de lo permisible en nuestra sociedad, la Francia, la Europa
civilizada, of course, que ahora ya no lo parecía tanto ni mucho menos después
de lo ocurrido.
¿Murió Phillippe
Lançon? ¿Creyó que estaba muerto? La historia narrada en el libro es de la una
persona que, como cualquier otra, tiene una vida ordinaria antes de un
determinado minuto, o simplemente de unos segundos, y que después esta
desaparece o queda interrumpida. Como narra el periodista esos momentos que
vivió, y en donde la frontera entre la vida y la muerte está en las manos, en
el kalefnicof más exactamente, de alguien que cree que puede disponer
libremente de la vida de otras personas que no piensan, si la palabra pensar
puede aquí utilizarse, como él, es algo que deja impactado, o al menos este es
mi caso, a quien lee el libro. En unos segundos se juega la partida entre la
vida ordinaria y la no vida, entre seguir después de la reunión con las
actividades pendientes o simplemente hacer borrón, y no cuenta nueva, de todo,
porque desaparece la posibilidad de hacerlo. En unos segundos, la cotidianeidad
de aquello que hacía el periodista cada día, de aquellos que millones de
personas hacen cada día, se convierte en lo extraño, lo irrepetible, lo
interrumpido, lo casi inexistente.
La vida te da
sorpresas, sorpresas te da la vida, así lo dice una preciosa canción de RubenBlades. Una mala sorpresa le dio al periodista el 7 de enero con el atentado
que segó la vida muchos de sus amigos y amigas, pero al mismo tiempo le dio otra
sorpresa, dado como se desarrollaron los acontecimientos, o simplemente el
descuido o el nerviosismo de quien empuñaba el kalefnikoc, ya que en la
frontera entre la vida y la muerte su cuerpo se quedó en la primera. Con un
gran coste y desgaste físico, del que el libro permite tener exhaustivamente
conocimiento de todo él a través de la impresionante reconstrucción de esos
momentos del 7 de enero y de todo el larguísimo proceso de recuperación,
Philique Lançon sigue en la tierra, tendido en el suelo y no sabiendo, en esos
eternos segundos que debieron ser los que siguieron a las primeras ráfagas, si
su vida, la anterior, la normal, la cotidiana, iba a desaparecer totalmente. Y
no, no desapareció.
El periodista
sobrevivió, y a partir del 7 de enero se inicia una nueva vida para él, en la
que la anterior queda casi oculta en su interior, ya que debe centrarse en el
proceso de recuperación. Creo que debe, debemos todos, dar las gracias a los
avances de la tecnología en el ámbito médico para que ese proceso llegara a
buen término y descubrir que un buen uso de aquella puede cambiar y mejorar la
vida de las personas.
Desde la
publicación de la obra en francés, y muy en especial con la reciente
publicación en castellano, se han publicado varias entrevistas con el autor.
Todas son de lectura recomendable porque es el periodista que sufrió el
atentado el que explica ese proceso de recuperación, esa dificultad extrema de
volver más de dos años después a la
“vida interrumpida”, de esa necesidad de seguir aferrado a una vida “ordinaria”
de los centros hospitalarios donde estuvo, donde todo está pautado y normado,
del temor a un nuevo atentado, de cómo valora la vida y de cómo muchas
personas, en especial del ámbito medico y sanitario, le permitieron “recuperar
la normalidad”.
Pero, más allá de
las entrevistas, lo que hay que leer es el libro, eso sí con tranquilidad y con
buen estado de ánimo, aunque a buen seguro que si no lo tiene el lector o
lectora cuando inicie la lectura sí lo tendrá al final, porque descubrirá el
valor de aquello a lo que no damos importancia, la vida cotidiana.
Y descubrirá
también algo que es extraordinariamente importante a mi parecer: no hay una
sola muestra, gota, brizna, de odio en la obra. Más allá de los obligados, y
muy duros, recuerdos del atentado, este desaparece para dejar paso a la vida
después de esos minutos, de esos segundos, del tránsito de la vida cotidiana
interrumpida a la vida posterior que se mueve durante un tiempo entre la vida y
la muerte y después se concentra en el largo, larguísimo, proceso de
recuperación.
No hay una sola
muestra de odio, y ciertamente podía haberla si reparamos no solo en el
atentado de CH sino también en que el libro finaliza con la referencia al
atentado del 13 de noviembre de 2017 en el teatro Bataclan. Pero, al fin y al cabo, en la
obra, en la reconstrucción del cuerpo de Philippe Lançon, en su memoria, la
vida ha ganado a la muerte.
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