viernes, 16 de diciembre de 2011

Crisis económica y protección social. Estudio de la reforma de la normativa del País Vasco sobre garantía de ingresos (I).

1. El Boletín oficial autonómico publicaba el pasado lunes, y hoy lo hace el BOE, la Ley 4/2011 de 24 de noviembre, de modificación de la Ley 18/2008, de 23 de diciembre, para la garantía de ingresos y para la inclusión social. La norma entró en vigor el martes 13, es decir al día siguiente de su publicación, si bien se concede al gobierno un plazo de doce meses, según estipula la disposición final primera, para dictar todas las normas que sean necesarias para su desarrollo y aplicación.

Me propongo, en esta nueva entrada del blog, analizar los contenidos más relevantes de la nueva norma, que ya adelanto que centra su atención en la “activación laboral” de las personas perceptoras de la RGI, renta que se configura expresamente como una prestación económica y de derecho subjetivo, y cabe recordar aquí que el artículo 23.1, no modificado por la nueva ley, dispone que tal derecho se mantiene mientras subsistan las causas que motivaron su concesión y se cumplan las obligaciones previstas en la norma, concediéndose “por un período de dos años, renovable con carácter bienal mientras se mantengan dichas causas y se sigan cumpliendo las condiciones, económicas o de otra naturaleza, para el acceso a la prestación”. En la presentación del proyecto en el Parlamento autonómico, la consejera Gemma Zabaleta exùso las líneas básicas del texto, que pueden sintetizarse a mi parecer en dos de sus frases: “El sistema de renta de garantía de ingresos que mantenemos con la reforma consagra el derecho subjetivo a la renta de garantía de ingresos y el mantenimiento del mismo a lo largo de toda la vida, como no lo hace ninguna prestación social en todo el Estado. Pero además lo vincula a la activación para el empleo”; “Esta reforma se basa en situar la centralidad del empleo como elemento de inclusión, y la convicción de que, como tal, debe constituirse en elemento nuclear de los procesos orientados a la inclusión, dando respuesta así al doble derecho que consagra la ley: la percepción de una prestación, y la percepción de una serie de apoyos y oportunidades para la inclusión laboral, lo que algunos teóricos denominan principio de reciprocidad justa. Un principio que remite a derechos y a responsabilidades de los perceptores de prestaciones”.

Pero antes, es obligado recordar cuales son las líneas básicas de la norma de 2008.

2. La Ley 18/2008 actualizó la política vasca en materia de inclusión social, pionera en el ámbito estatal desde 1988 con la regulación del ingreso mínimo de inserción y fortalecida en los años 1998 y 2000 con la leyes contra la exclusión social y la Carta de derechos sociales, respectivamente, leyes que fueron derogadas por la nueva norma, en el bien entendido que la derogación no implicó una alteración de fondo de la política de inclusión seguida hasta entonces, ya que como se ponía de manifiesto en la exposición de motivos, “el legislador pretende, con la presente ley, reordenar el conjunto de dispositivos vigentes y mejorar su articulación, a la vez que completarlo, adaptándolo a los cambios observados en la naturaleza de las necesidades y a la evolución de la realidad social”.

Con el nuevo texto, que también cumplía con la Resolución del Parlamento vasco de 23 de febrero de 2006 que demandaba la revisión del marco legal, se adaptaba la política autonómica en materia de inclusión social a las nuevas realidades socioeconómicas que se habían manifestado en el País Vasco en los últimos años, y que en el ámbito de lucha contra la pobreza y la exclusión social tenían que atender de forma especial a tres factores que incidían de forma especial como eran la problemática económica creciente de las familias monoparentales, la inmigración y el acceso a una vida independiente de personas jóvenes sin ocupación estable. Igualmente, en la exposición de motivos se apuntaban otras tendencias que convenía tomar en consideración para la elaboración de nuevas políticas de inclusión, tales como el fenómeno de la feminización de la pobreza, que esta última esté asociada en no pocas ocasiones a bajos niveles salariales y que aunque todavía no fuera un problema especialmente preocupante en la Comunidad Autónoma vasca los datos pusieran de manifiesto que “las personas ocupadas con bajos salarios se constituyen en el principal grupo entre quienes no disponen de recursos suficientes para acceder a los niveles mínimos de bienestar esperado en la Comunidad Autónoma de Euskadi”, y la concentración territorial de la pobreza, básicamente en las comarcas correspondientes a las tres capitales vascas. En definitiva, con la nueva norma se perseguía dar carta de naturaleza al sistema vasco de garantía de ingresos e inclusión social, y el establecimiento de un modelo flexible que permitiera garantizar de forma efectiva el ejercicio de los derechos sociales y que avanzara de forma paulatina “hacia su mayor universalización”.

La norma tenía (y sigue teniendo aún más después de la reforma de 2011) especial interés para el ámbito de las políticas de empleo, en cuanto manifestación clara y evidente de que la relación entre estas y las políticas de inclusión social cada vez es más necesaria. Se constataba que la prestación económica que se concedía, se dirigía cada vez más a complementar los bajos niveles de ingresos, y por ello se dirigía a personas que tenían dificultades exclusivamente económicas y que no precisaban de apoyos especializados para su inclusión. De ahí que en el nuevo diseño normativo se diferenciaba entre la “renta básica para la inclusión y protección social”, y la “renta complementaria de ingreso de trabajo” que estaba destinada a las personas que percibían ingresos laborales sin alcanzar el importe de la renta básica, renta complementaria que se diseñaba en estrecha relación con las medidas de apoyo a la situación laboral de las personas afectadas al objeto de conseguir su mantenimiento en el mercado de trabajo, con expresa mención en la exposición de motivos, acertada a mi parecer, a que de esta forma se daba cumplimiento a las directrices derivadas de la Estrategia Europea de Empleo en materia de cohesión social y acceso al mercado de trabajo. Dicha renta complementaria iría acompañada con fórmulas de estímulo al empleo.

De forma clara y manifiesta se constataba que el empleo debía ser el centro de las políticas de inclusión social y de ahí que, sin olvidar la necesaria protección de las personas que no pueden acceder al mismo, la norma apostaba porque las políticas que se pusieran en marcha incentivaran plenamente el acceso al empleo para todas las personas que se encontraran en condiciones de acceder, ya se tratara de los perceptores de las rentas mínimas o de las personas inactivas. En definitiva, y por decirlo con las propias palabras del texto, “subyace a la regulación el objetivo general de facilitar la incorporación al mercado de trabajo del mayor número posible de personas y, en coherencia con ese objetivo, de devolver al mercado de trabajo su capacidad como factor de inclusión social”.

Me refiero a continuación a algunos de los aspectos más importantes del texto articulado. En las disposiciones generales se ponía de manifiesto que la finalidad de la norma era la regulación del sistema vasco de garantías de ingresos e inclusión social, y en su marco el “derecho a las prestaciones económicas y a los instrumentos orientados a prevenir el riesgo de exclusión, a paliar situaciones de exclusión personal, social y laboral, y a facilitar la inclusión de quienes carezcan de los recursos personales, sociales o económicos suficientes para el ejercicio efectivo de los derechos sociales de ciudadanía”, reconociéndose el carácter de derecho subjetivo que tiene toda persona que cumpla los requisitos para poder percibir la renta de garantías de ingresos, conceptuada en el artículo 11 como una prestación periódica de naturaleza económica, que va dirigida a “las personas integradas en una unidad de convivencia que no disponga de ingresos suficientes para hacer frente a los gastos asociados a las necesidades básicas como a los gastos derivados de un proceso de inclusión social”. Con carácter general, y sin perjuicio de las excepciones fijadas en el artículo 16, la edad para acceder a la renta se fijaba en 23 años, y se requería un período previo de empadronamiento y residencia efectiva durante un año como mínimo en cualquier territorio de la Comunidad Autónoma en el período previo al de la solicitud, y si ello no se cumpliera la norma ofrecía otra posibilidad, cual es la de haber estado empadronado y residido efectivamente en cualquier municipio vasco durante cinco años continuados de los diez inmediatamente anteriores. Además, todas las personas que se encontraran en edad laboral deberían estar disponibles para el empleo, salvo los menores de 23 años que cursaran estudios reglados, las personas titulares de pensión de invalidez absoluta, y quienes se encontraran en situación de alta exclusión y que, a juicio de los servicios sociales de base y/o de los servicios de empleo, “no se encuentren en situación de incorporarse al mercado laboral”.

Obsérvese, dicho sea de forma incidental, el importante papel que se otorgaba a los servicios sociales de base en el modelo vasco de inclusión y protección social, que llevaba igualmente a que fueran estos los que derivaran a los servicios de empleo a las personas perceptoras de la renta básica que, a su parecer, “sean susceptibles de una nueva mejora o mejor empleabilidad”, siendo desde ese momento los servicios de empleo los de referencia para la persona titular de la renta básica, y también a que fueran estos servicios sociales los que elaboraran la propuesta de convenio de inclusión e hicieran su seguimiento, si bien la norma se cuidaba de precisar algo que parece totalmente lógico, como es que dicho seguimiento se hará “en colaboración con los servicios de empleo”.

Entre sus principios básicos de actuación cabe resaltar el de la activación de las políticas sociales y rentabilización del empleo, ya que en línea con los documentos comunitarios, y tal como ya se ha indicado con anterioridad, la política autonómica debía adoptar las medidas adecuadas para garantizar que la incorporación al mercado de trabajo, incluso en empleos de bajos salarios, “sea una opción más atractiva y rentable que la simple percepción de prestaciones económicas de garantías de ingresos”. Una de las medidas específicas para favorecer la inserción laboral en condiciones adecuadas era el llamado “convenio de inclusión”, configurado como un dispositivo que debía permitir que la persona que se acogiera pudiera alcanzar la inclusión social y laboral, y para el que la norma ponía especial énfasis en medidas que fueran dirigidas a “la formación y preparación para la inclusión laboral”, siendo necesaria en cualquier caso la suscripción de dicho convenio para poder percibir la renta complementaria de ingresos de trabajo. Además, su incumplimiento o el rechazo sin causa justificada a un empleo, o a una mejora de las condiciones de trabajo, se tipificaba, según su gravedad, como causa de suspensión o extinción del contrato de trabajo. Desde la perspectiva laboral, merece destacarse que el convenio de inclusión podía incluir actividades formativas y actividades que facilitaran el acceso a un puesto de trabajo por cuenta ajena o propia.

La cuantía de la renta básica para la inclusión y protección social se situaba entre el 88 % del SMI para las unidades de convivencia unipersonales y el 125 % para aquellas que tuvieran tres o más personas, si bien en algunos supuestos especialmente problemáticos y regulados en el artículo 9.2 a) la cuantía se situaba entre un mínimo del 100 y un máximo del 135 % del SMI. De dicho cómputo, y al objeto de incentivar el acceso o permanencia en el mercado de trabajo, se exceptuaba una parte de los ingresos por motivos laborales que percibiera la persona trabajadora. Dicho incentivo tendría carácter temporal, “salvo que medie dictamen expreso de los servicios de empleo que recomiende una prórroga”. En cualquier caso, la cuantía máxima resultante de la suma de los ingresos de la unidad de convivencia y de las prestaciones sociales percibidas no podría superar en ningún supuesto, según disponía el artículo 57, “el 200 % de la cuantía máxima de la modalidad de la renta de garantía de ingresos que pudiera haber correspondido con carácter anual a una unidad de convivencia de las mismas características que la de la persona titular”.

Por último, debe mencionarse que el título III dedicaba un breve capítulo II, que comprendía los artículos 75 a 78, a los programas y servicios de inclusión social y laboral, disponiendo que los poderes públicos deberían adoptar las medidas adecuadas para favorecer la inclusión de las personas desfavorecidas. Por lo que se refiere a la inclusión laboral se dirigía a los poderes públicos para que arbitraran medidas que se orientaran a favorecer y facilitar la incorporación al mercado laboral de tales personas, medidas que ya existían en gran medida en el marco normativo autonómico entonces vigente, y que podían incluir acciones formativas, de intermediación laboral, de acompañamiento y apoyo a la incorporación laboral, de empleo con apoyo, de ayuda a la creación y mantenimiento de empresas de inserción, de apoyo a la apertura de centros especiales de empleo, de fomento a su contratación, de promoción de instrumentos financieros que facilitaran la incorporación laboral, de sustento a la conciliación de la vida laboral, personal y familiar, o en fin “introducción de cláusulas sociales en las contrataciones públicas que otorguen prioridad a las entidades que contraten a personas en situación de exclusión social o en proceso de incorporación familiar”.

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