Un día antes de volver a presentarme, por tercera vez en mi vida académica, delante de una Comisión nombrada por los órganos del gobierno de la Universidad Autónoma de Barcelona para que valore si mis méritos docentes e investigadores desde que me incorporé a la vida docente universitaria el curso 1975-76, mi currículum en suma, se adecua al perfil de la plaza a la que concurso, y después de haber ocupado dicha plaza en otra Universidad, la de Girona desde finales de 1993, me han venido a la mente algunos recuerdos de mi vida laboral, y he aprovechado también unas ideas que puse sobre el papel, o más correctamente guardé en el ordenador hace ya más de un año, que ahora deseo compartir con todos los lectores y lectoras de mi blog.
Recuerdo cuando escribí mi primera publicación académica colectiva en la Universidad de Barcelona con los profesores Fernando Almendros, Enrique Jiménez Asenjo y Francisco Pérez Amorós, el ya lejano año 1977, primero de la democracia recuperada en España, y la utilización para ella de una máquina de escribir manual. En aquel entonces utilizábamos papel carbón para hacer copias del escrito, y era del todo punto necesario disponer del correspondiente tippex para corregir los errores meramente de redacción. Obviamente, era impensable pensar en cambiar los contenidos de tu trabajo, ya que para ello era necesario volver a escribir nuevamente el texto. Dicho sea incidentalmente, el libro trataba sobre la historia del sindicalismo de clase en España desde 1939 a 1977 y, sin falsa modestia, creo que su lectura todavía es útil para entender buena parte de la realidad laboral de aquel triste y muy largo período de la historia española. Las recientes jornadas sobre la Ley de Amnistía de 1977 celebradas en la Universidad Autónoma y dirigidas por la Dra. María Jesús Espuny, con una destacada participación del profesorado del área de conocimiento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, han servido para reafirmarme en la tesis que les acabo de exponer, porque difícilmente puede entenderse el artículo 28 de la Constitución Española de 1978, tanto por lo que respecta al derecho de libertad sindical como del derecho a la huelga, sin conocer la situación de ilegalidad y clandestinidad en que se tuvo que mover el sindicalismo democrático durante la etapa histórica de la dictadura y que tuvo que esperar hasta abril de 1977 para adquirir carta de legalidad.
Algo mejoró la tecnología, si se le puede llamar de esta forma, cuando pude escribir con varios compañeros universitarios, la profesora Agnès Pardell y los profesores Vicente Martínez Abascal y Francisco Pérez Amorós, nuevas publicaciones colectivas – poco valorada en el mundo jurídico de entonces, y tampoco ahora por lo que estoy viendo últimamente en mi actividad académica, desgraciadamente a mi parecer, aunque creo que mi punto de vista no es mayoritario en el ámbito académico jurídico-, en donde la maquina de escribir eléctrica permitía ya introducir las correcciones necesarias en el texto mal redactado o corregir simplemente algunas ideas o tesis. Recuerdo que el cambio me pareció muy importante, y fue gracias a la máquina eléctrica como pude redactar, con la ayuda inestimable de muchas personas que tecleaban mucho mejor y más rápido que yo, nuevas publicaciones, la tesis doctoral, mi primera oposición en la Universidad de Barcelona el año 1987 y la documentación necesaria para preparar las llamadas clases magistrales. Aquellos documentos de la primera y segunda época pueden ayudar a demostrar que la tecnología ha cambiado pero no tanto las ideas que uno ha defendido a lo largo de su vida si cree, como sigo creyendo, que son dignas de defensa.
Sirva como anécdota que recuerdo que mi primer trabajo con un ordenador-procesador de textos se produjo en el año 1990, en la etapa incipiente de aparición y desarrollo comercial de los Personal Computers, y cuando Internet todavía era inexistente para la ciudadanía. Debo confesarles que me pareció un invento maravilloso el comprobar que podía escribir, corregir todo lo que quisiera y después guardar todo lo escrito simplemente con un clic en el ratón del ordenador. Aunque también debo confesarles que el día que me sentí más incompetente y con ganas de darle una patada al artilugio fue cuando no supe guardar un documento en el que había trabajado durante más de cinco horas y lamentablemente lo perdí. Afortunadamente no perdí ni la memoria ni la paciencia, activos fundamentales para todo investigador que se precie, y pude rehacer el trabajo, pero la sensación de inútil que tuve ese día, y mucho más cuando después me explicaron lo fácil que hubiera sido no equivocarme, fue total. En cualquier caso, cuando finalmente vi el artículo publicado en una poligrafía me sentí, si cabe, más satisfecho que con aquellos que pude escribir sin ninguna complicación tecnológica añadida. La nueva tecnología me sirvió para hacer más agradable la preparación de mi segunda oposición, ahora en la Universidad de Girona el año 1993. Con posterioridad, todo fue mucho más fácil con las mejoras del hardware y del software, y en especial con la aparición de Internet. Nunca podrá agradecer suficientemente a mi hijo Juan que, con sólo 15 años, me animara a su aprendizaje y utilización cuando su desarrollo sólo era incipiente y aún no se podían entrever las inmensas posibilidades que ofrecería para las actividades académicas y para las relaciones personales. Obviamente, al alumnado que accede hoy en día a toda la información docente en el campus virtual de cada Universidad, ello le puede parecer algo perfectamente normal, pero no lo era, ni mucho menos, no hace casi ni diez años.
Las maravillas de la tecnología permiten ahora escribir artículos desde ordenadores fijos o desde un moderno y pequeño portátil, pero también tienen el inconveniente en este último caso de que la batería se descarga y hay, irremediablemente, que recargarla. Una vez cumplido el trámite, y recuperada la normalidad tecnológica, puedo volver a seguir la actualidad internacional, española y catalana por Internet con la lectura de la mayor parte de la prensa digital, y redescubro la importancia del conocimiento de los idiomas, conocimiento que siempre he destacado a mis alumnos y alumnas en la primera sesión de cada curso académico (mi pequeño trauma es el de haber empezado a estudiar alemán en la Universidad de Barcelona pero no haber sido lo suficientemente constante para seguir estudiándolo cuando ya había aprendido los rudimentos básicos de esa lengua); además, puedo contactar con mi hijo Ignacio, que vive, estudia y trabaja en Australia, aprovechando la nueva maravilla de la telefonía vía Internet. Si hay algo que valoro especialmente de los cambios que las TICs han supuesto para la vida de muchas personas entre ellas la mía, es el poder estar sólo a un clic del contacto con una persona querida que vive a más de 13.400 kms de distancia.
He querido continuar, y ampliar, en esta entrada las reflexiones que realicé hace más de un año desde el avión, cuando volvía justamente de estar con Ignacio en Sydney, porque creo que el mundo que conocí y viví en 1977, cuando redacté mi primer trabajo académico, ha cambiado tanto que ya parece un puro objeto de recuerdo, y que la tecnología puede servir para mejorar la vida de las personas, aunque ya sabemos que no es la tecnología sino las propias personas quienes deciden para qué puede servir, y que la tecnología no puede suplir ni la inteligencia ni la capacidad expositiva que un profesor universitario debe demostrar ante los miembros de una Comisión o Tribunal que juzgue y evalúe sus méritos y conocimientos. Pero, permítanme para acabar que formule una pregunta para animar al debate del mundo universitario en el que me muevo: ¿alguien puede negar que las TICs ya juegan y deben seguir jugando un papel fundamental en el proceso educativo, y en la vida, del siglo XXI?
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