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domingo, 30 de septiembre de 2007

Breve historia de un enfado por la fragmentación del trabajo (y va en serio).

1. Una profesora me llamó hace varios días y me propuso participar en unas jornadas sobre la fragmentación del mundo del trabajo y los estatus contractuales de las personas que trabajan para otros. Le dije que el tema me parecía muy interesante pero que me dejara pensarlo durante unos días para saber, en función del tiempo realmente disponible si podía afrontar el reto de hacerlo seriamente y con rigurosidad.

2. Mientras tanto, había decidido cambiar de compañía telefónica y tuve que comprar un router inalámbrico para conectarme a Internet. Con puntualidad germánica (¡caramba¡) la compañía anterior me dio de baja y me quedé durante unas horas sin mi principal herramienta de trabajo (siempre me he preguntado cómo trabajábamos hace unos veinte años, y les puedo asegurar que la respuesta es simple y sencilla: dedicándole muchas horas al trabajo, y con uso de gomas, tippexs y papel carbón).

3. Me llega el deseado paquete que contiene el router, y ni corta ni perezosa mi esposa me dice que hay que ponerse manos a la obra para su instalación, que ella ya sabe lo que es “lidiar con este toro” porque ya tuvo ocasión de hacerlo con su ordenador, y me advierte de que no me ponga nervioso si algo no va bien, que eso, dice con toda tranquilidad, “es muy habitual”.

¡Ay, la sabiduría femenina¡ No nos podemos conectar, y para resolver el “incidente” empezamos el peregrinaje telefónico. Durante más de una hora pasamos por la voz de varias personas que, cada una de ellas, sabe de un poco o poquito del problema, y que por consiguiente no puede darnos la respuesta adecuada. Desisto en seguida de seguir peleándome y mi esposa me reprende y me anima a “continuar en la lucha hasta la victoria final”. Poco después, ya desistimos los dos, aunque hemos podido averiguar, milagrosamente, que habían cursado el parte del alta el mismo día y que “en breve” tendría ADSL y podría conectarme a Internet.

4. En fin, para reponerme del enfado llamo a una amiga para que me informe sobre los incidentes de Girona con ocasión de la visita del Rey (ya es triste que una ciudad tan preciosa como Girona salga en los medios de comunicación por los incidentes y no por su belleza y por la calidad de su Universidad) pero no puedo evitar explicarle de entrada mi problema. Con voz sonriente me dice que ella ya ha pasado por este trago, y que me tome un par de tilas en los próximos días para curarme en salud mientras sigamos haciendo las gestiones telefónicas. Además, con suficiencia de persona conocedora del asunto me dice que las y los telefonistas utilizan fórmulas previamente establecidas y que no se salen del guión (me pregunto cuál debe ser el salario de estos trabajadores, y entonces pienso que para el nivel salarial de las empresas de telefonía y de marketing telefónico igual los y las telefonistas hacen bastante más de lo que deberían hacer por lo que les pagan, y que la culpa no es de ellos o ellas sino de quienes han convertido un trabajo sencillo cual es la resolución de un problema post-venta de un producto en una sucesión insufrible de pasos y pasos en medio de un laberinto y en el que esperas, algún día, llegar a la salida).

5. Mientras leo diversos documentos y preparo la presentación de los cursos que impartiré por primera vez este año en la UAB, decido que probablemente llamaré a mi compañera de trabajo esta semana para aceptar su propuesta y, por lo menos, poder explayarme jurídicamente sobre las sandeces de un sistema que trata como idiotas tanto a quienes compran el producto como a quienes tienen que explicar por qué no pueden resolver el problema del usuario.

Y en fin, llego a la lectura del suplemento semanal de El País y ahí encuentro un precioso artículo de Almudena Grandes sobre la fragmentación del trabajo, porque aunque el título no sea ese su contenido sí lo es. Me quedo algo más tranquilo, porque si a una periodista cualificada le ha ocurrido algo semejante y le han tratado de esa manera, ¡que no le harán a un profesor universitario¡

Pero no desfallezco. Reconozco que tanto mi compañeras como mi esposa me han tocado la moral, y que hay que seguir “hasta la victoria final”, aunque no estemos en la época de la Internacional. Prometo hacerlo.

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